Reflexiones sobre la eutanasia

Jesús Damián Muñoz Sánchez

Máster en Cuidados Paliativos


Es notable la confusión terminológica que se aprecia en la opinión pública –e incluso entre muchos profesionales sanitarios- cuando se habla de la eutanasia.

 

Por eso, quiero comenzar recordando la sencilla formulación con que la Asociación Médica Mundial definía ese concepto en 1987: "acto deliberado de dar fin a la vida de un paciente". Y me permito también aclarar brevemente dos actuaciones que son perfectamente éticas y legales, y que algunos confunden con la eutanasia, sin serlo: administrar un tratamiento analgésico con la finalidad de aliviar el dolor, aunque secundariamente pudiera acortar la vida; y retirar o no instaurar un tratamiento inútil para la situación concreta de un determinado enfermo.

 

Decía Baltasar Gracián que "más necesita saber el médico para no hacer, que para hacer". Por eso, uno de los momentos más delicados de la práctica médica es cuando se llega al punto en que paciente y médico han de aceptar que una determinada enfermedad continúa su progresión, a pesar de los medios razonables que se han puesto para combatirla. Hay que saber asumir, entonces, que esa situación forma parte de la condición humana y concentrarse en poner los abundantes medios con que cuenta la actual medicina paliativa para aliviar los síntomas que se van presentando. En esa fase sería un error empeñarse en prolongar el tiempo de vida a cualquier precio, con medios desproporcionados que llevarían a caer en el llamado encarnizamiento terapéutico u obstinación terapéutica. Lo sensato será volcarse, con todos los recursos disponibles, en mejorar su confort, su calidad de vida, atendiendo sus necesidades físicas, psicológicas, sociales y espirituales, y contando con el parecer del enfermo para todas aquellas decisiones importantes que le afecten. Se procurará que esa persona recorra la última fase de su existencia con las atenciones que merece: rodeada del cariño de los suyos y recibiendo unos cuidados médicos a los que -precisamente por la precaria situación en que se encuentra- tiene un especial derecho. Un enfermo en esa fase se sentirá "digno" o "indigno", no tanto por su estado de salud, como por las atenciones que le prodiguen los que le acompañan: es la actitud de los que le cuidan la que le "confirmará" su dignidad, su valor inalterable como persona ante los demás, aunque su organismo esté gravemente deteriorado.

 

Evidentemente, cualquier paciente tiene derecho a rehusar un tratamiento médico al que no desea someterse; pero nadie tiene derecho a exigir que se le mate: porque esto implicaría la intervención de una tercera persona, que además se pretende que sea un médico. Aquí radica la diferencia fundamental entre el suicidio y la eutanasia, que con frecuencia se pierde de vista. El suicidio es un acto que no compromete a otras personas; la eutanasia, en cambio, implica necesariamente a alguien distinto del propio enfermo y tiene –por tanto- unas consecuencias sociales clarísimas.

 

Como afirma con acierto G. Herranz, admitir la eutanasia supondría cambiar algo tan básico en nuestra sociedad como es no matarnos unos a otros. Esto es peligroso de por sí; pero más aún en sociedades con recursos limitados, donde se podría acabar viendo a los enfermos no como personas merecedoras de cuidado y atención, sino como miembros inútiles de la comunidad y fuentes de gastos considerables. Esta sensación se transmitiría a los más vulnerables, que podrían acabar "sintiéndose en la obligación" de pedir la eutanasia, para dejar de ser una carga. Es ilustrativo saber que, en encuestas realizadas a pacientes con enfermedad avanzada, se ha comprobado que lo que más les apesadumbra es sentirse una carga para los demás.

 

Un indicador significativo del grado de desarrollo de una sociedad es el modo como cuida a sus miembros más débiles y necesitados. Es en esa tarea –desarrollando, por ejemplo, los Cuidados Paliativos- y no tanto en el empeño por legalizar la eutanasia, donde merece la pena centrar la atención y los principales esfuerzos.